Tuve un amigo que era sensacional para crear historias, las usaba en distintas formas, la más usual era para complacer los oídos femeninos. Explotaba perfectamente las situaciones, en las que voluntariamente se metía, con el resultado de que conseguía hacer que las damas en cuestión hicieran uso de toda su asertividad.
Era todo un espectáculo ver las miradas de aprobación o de identificación que, desde sus pupilas, cada una de ellas lanzaban en dirección de la congojada, feliz, intrigante o melancólica faz (según fuera el caso) de mi amigo. Todos tomábamos notas, por supuesto, para después en plenaria, intercambiar impresiones sobre lo que habíamos observado. No era un trabajo de espionaje ni mucho menos, él tenía el aplomo de hacer su trabajo delante de nosotros, como si se tratara de un ejercicio de mayéutica.
Lo más intrigante era que todas le creían, así se tratara de un cuento tan elaborado que se perdía en contradicciones, eso sí, fabulosas. No tengo idea de qué o cuántas cosas consiguió de las compañeras, lo que tengo claro, es que nunca hubo una queja por parte de ellas.
Llegó el día en que tuvimos que crecer y él fue uno de los primeros. Al parecer encontró o un público a su medida o -lo que todos empezamos a imaginar- la horma de su zapato. Alguna de esas mujeres que son lo suficientemente inteligentes, como para dar un cauce real a todas las historias emanadas de aquel inquieto cerebro. Ahora debe estar protagonizando cuentos de la vida cotidiana. Brindo por eso.
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