jueves, 6 de enero de 2011

¿Y mis reyes?

Siempre sostuve que a las monarquías les iba mal si trataban de mantener un ritmo económico en el dispendio; regalar a tanto niño en el mundo debe ser un gasto enorme. Recuerdo cuando a mí me regalaron una autopista de carreras, era genial, justo lo que había pedido, dos carriles, tres curvas que la hacían única en su clase pues no era el clásico óvalo, seguros de contacto para que no se moviera al momento de usarla, colores básicos de una carretera que se respete, en fin, todo.
Hicimos entre mi hermano y yo el espacio suficiente para que cupiera cual larga era; la mesa del comedor tuvo que ceder su lugar bajo la mirada vigilante de mi madre y sus advertencias de que no dejáramos todo regado como era nuestra costumbre.
El momento de destapar la caja llegó como cuando se espera la primera vez, los empaques de plástico volaron por toda la sala, cada una de las piezas representó un reto de ingenio, ya que no había una única forma de ensamblar la pista, las partes cromadas brillaban de tal forma que Le Mans se quedaba boba, el click de cada ensamble sonaba a melodía celestial, pero nada comparado a la promesa de horas y horas de diversión como prometían en el comercial donde me enteré de su existencia.
Todo listo, salvo el pequeño instante de angustia donde nos percatamos de que necesitábamos baterías y en eso, la figura de mi padre salió al rescate; ahora sí, con el acuerdo de que debíamos jugar sólo una hora, nos frotamos las manos y nos propusimos a escoger cada uno nuestro carrito... los cuales brillaron por su ausencia. Buscamos por toda la casa, por si hubieran botado en el momento del desempaque, debajo de los sillones, vuelta a la caja y nada.
Resignados, volvimos a la tienda a reclamar la falta y nos salieron conque no había en existencia para esa pista; mi papá devolvió el juguete y nada, fue el último que recibí de Reyes. Si de verdad fueron magos, menuda desaparición se aventaron ese día. No quisiera, pero salud.

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