viernes, 18 de febrero de 2011

El deber en tiempos de gripa

Recaí en mis pecados de juventud y, aunque detesto faltar a trabajar, tuve que resignarme a encadenar mis ímpetus a la cama y ver pasar las horas, en lánguida espera de que se me pase el dolor de cuerpo. La gripa es canija; no se puede respirar de manera adecuada porque toda la mucosidad que no se desechó normalmente, se acumula exigiendo ser expulsada sin miramientos.
La nariz queda como de payaso y con ardores impertinentes; tanto tallón cobra su precio. El hablar se hace curioso, por no decir ridículo, momento que debería aprovechar para incrementar el número de chistes de gangosos. El ánimo sí decae, pero la mugrosa conciencia no para de pinchar mi hombro izquierdo.
Ya veo venir la andanada de remedios caseros, propinados por mi tía y mi abuela; lo bueno es que la práctica de medir la temperatura se reduce a la simple imposición de mano, porque de termómetros rectales está hecho el infierno. La incomodidad no es lo mío.
Acabo de recordar que tengo pendientes; los exámenes de la sabatina no se van a revisar solos, así que, con todos mis años y achaques, debo hacer de tripas, corazón y ponerme a revisar. ¿Habrá algún santo justiciero en contra de los malestares griposos? No importa, rezar tampoco es de mis fortalezas. Trabajo, ahí te voy. Sin salud.

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