Las neuronas también se ponen sus moños a estas horas y están prestas a manifestarse en contra de la tiranía que represnta cualquier labor a tan imprudentes horas de la mañana. Tentado a hacerles caso, prendo el bóiler y alisto mi ropa -la que debería responder a un llamado étnico- y trato de repasar mentalmente, cada uno de los pasos que daré hasta antes de salir disparado al trabajo.
El adormecimiento de los primeros minutos va cediendo su lugar a una franca flojera; dispuesto como estoy a vencer todo tipo de obstáculo en el cumplimiento de mi deber, estiro todo lo que me queda de humanidad y siento cómo cada uno de mis deteriorados músculos vuelve a su lugar hasta darme nuevamente forma antropoide.
Medio mascullando "que no se me olvide..." entiendo que el destino inmediato es el baño; hago lo que debo hacer, me aseo lo mejor posible bajo las circunstancias y descubro qué no debía olvidar: la toalla. El poco vientecillo invernal que nos queda, golpea mi espalda mietras me peleo con la puerta, tomo la que me queda al alcance y regreso a secarme. Por fin eso parece haberme despertado.
Debo poner el mismo esmero en acomodar todo el manojo de canas que me acompaña desde los catorce años, una tarea un poco más difícil hoy ya que he ido postergando la visita al peluquero; reviso que el pantalón no me haga ver la panza como helado en barquillo (ya debo comprar otros, pues la mayoría ya se queja al tratar de cerrarlos) y todo para ir una miserable hora a atender niños que seguramente no realizaron su tarea.
Menesteres de cada jueves; de seguro, regresaré a las diez y media con la esperanza de dormir aunque sea otra media hora sin lograrlo, como cada semana. Me quito una furtiva lagaña y salud.
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