Hoy mismo acabo de recordar el porqué me salgo de la casa al trabajo con tanto tiempo de anticipación. Me levanté tarde, así que el tránsito al cinco para las siete en la puerta de la escuela, se volvió un caos. No hubo manera de llegar puntual y en santa paz. Los cajones del estacionamiento que suelen estar disponibles, a esas horas siguieron de la misma manera, pero ya habían ocupado el que suelo usar.
Todo sin contar con que los semáforos parecieron ponerse de acuerdo para que, cuando pasara, se pusieran en rojo; una buena mujer, con todos sus años, me hizo notar que daría vuelta a la derecha, metiéndose en mi carril estando yo emparejado a su coche y, sin señal alguna, me orilló a dar un volantazo que si hubiera tenido otro auto a mi izquierda, no estaría escribiendo sino contando esto al ministerio público.
Los peatones también tuvieron su plan para transitar en la calle, el cual consistió en desdeñar las esquinas para usar cualquier punto que se les pegó la gana, claro que con un chiquillo a rastras pues también se levantó tarde. Así que, el trayecto que por lo general me demora entre cinco y siete minutos, se volvió una odisea de veinte.
Llegué a destiempo, fastidiado y queriendo comerme a gritos al primero que me preguntara "¿cómo te fue?"; por suerte, el salón al cual debía atender a esa hora, ni siquiera tiene la educación para dar los buenos días, así que se salvaron por el momento. ¡Qué ganas de que me den ganas! Salud.
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