La palabra duda no existía en su vocabulario. Foto: BAER |
El aprecio hacia ella crecía conforme su entorno se daba cuenta de lo útiles que eran sus consejos y lo servicial que solía presentarse, aunque fuera a desconocidos, incluso los que deseaban aprovecharse de su tiempo y de su espacio, debían aceptar que se enfrentaban a un espíritu libre y se conformaban tan sólo con llamarla “mi Lucha”. Cualquier referencia histórica es mera coincidencia. Claro que la mezquindad asentaba sus reales en varias sensibilidades retrógradas manifestándose con muestras de envidia por detalles a la luz, insignificantes, pero del todo distinguibles.
Que si se vestía como viejita, que cómo se atrevía a aconsejar si ni estudios tenía, que su esterilidad era un castigo, que... en todo encontraba competidor de espúrios méritos, como don Neto el talabartero que de todo refunfuñaba y se las daba se sabiondo, que decía haber encontrado la causa de cada problema que surgía en el país pero que daba soluciones distintas a los valientes que osaban preguntarle. O como doña Natalia, la que vendía pozole todas las noches en la esquina de Allende y Libertad, que por un pelito se le muere don Nacho por el remedio para la tos que le recetó.
Aunque el más agobiante era Tavito, que navegaba con bandera de chistoso y sus bromas terminaban siendo insultos que por involuntarios que parecieran, no dejaban de ser dolorosos. Dicen que por andar haciéndole al engabanado, por poco se lo llevan al bote al tantear a un polícía con un supuesto asalto, allá por los rumbos de la plaza del Comendador. Lo irónico de todos los casos es que, por mucho que se esforzaran, no lograban el tino, la sapiencia ni la gracia de aquella a quien todos identificaban como benefactora, eso sí, admitían que al menos hacían “su lucha”. Salud.
Beto
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