Nuestra capacidad de asombro agoniza. Las relaciones humanas cada vez son más desechables. Los productos que adquirimos no tienen la durabilidad de antaño. El respeto a los demás, así como los valores, se tergiversan en nebulosas creadas desde telenovelas soporíferas y moquientas. ¿Qué queremos de nuestras vidas?
El ritmo que nos hemos impuesto ha creado la sensación de que todo se establece "por mientras"; imagino que eso quiere decir que al final del camino (no sé cuál), nos encontraremos con los objetos, las personas, los esquemas de valores y rasgos culturales definitivos. Casi como cambiar los dientes de leche.
Podría ser la explicación del porqué hemos también alargado una etapa de nuestra vida que adquirió importancia desde sus deficiencias: la adolescencia. Si en el nombre lleva la penitencia, no me explico cómo es que casi se ha deificado el ser incompleto, pues eso significa adolecer. Los monstruitos fabricados desde hace como cuarenta años, por el hecho de pensar que debemos tratar con pinzas a gente voluble, llena de contradicciones, caprichosa, sin gustos definidos -ni sexualidades- y atacada por acné cerebral, han acaparado los escenarios públicos, escolares y de participación como si ya supieran lo que quieren.
Pero "no tiene la culpa el indio...", las primeras generaciones que recibimos esta información, nos hemos encargado de acentuar el panorama; en lugar de dirigir, queremos ser sus cuates; en lugar de poner cotos, apelamos a una libertad que ni nosotros entendemos; en lugar de enseñar, los dejamos sueltos para que ellos descubran solitos todo, sin antes haber provocado su curiosidad.
Claro está que, desde este panorama, resulta más fácil decir que ahora no es posible controlarlos, que es en aras de que tengan un aprendizaje significativo, de que así son los tiempos. Eso sí, al primer descalabro, nos desvivimos en buscar a un culpable ajeno para que nos sirva de chivo expiatorio. El mejor que hemos encontrado es (aquí debe escucharse un redoble de tambores): ¡la escuela! Sí, la institución marcada por el estigma de proveer próceres y apóstoles de la enseñanza. Lo malo es que, en su accionar, van convirtiéndose en mártires. Bueno, es cierto, sólo algunos porque los otros... ¡Ay nanita!
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