Cuatro o cinco litros de leche daba la vaca que compró mi bisabuela allá por los primeros años del siglo pasado; la maravillosa, como así le llamaba doña Rosita, estaba coloreada de café y blanco y había costado veinticinco pesos de los de antes. Cada mañana era ordeñada para que no se le cargara la ubre y para juntarla con la venta y después disfrutar de un buen jarro de leche con canela.
Tuvo una aceptación inmediata por encima de las demás puesto que, afirmaba su dueña orgullosa, fue la que le sostuvo la granja por más de diez años. No consumía alimento especial ni la trataban con medicamentos caros, pues la misma vaca era de las corrientitas. Eso sí, todos los días tenía su buena paca de pastura y cada quince días su sal. La estima era tal, que los vecinos, en lugar de preguntar por el estado de salud de mi bisabuelo, cuestionaban sobre los cuidados y la producción láctea de la vaca.
Por supuesto que llegó a enfermarse ¡y había que ver a mi abuela grande en la madrugada prodigándole cuidados! Fomentos aquí, cucharadas allá, horas de angustia que se compensaron una vez que se aliviaba. Doña Rosita siempre la quiso, la tuvo presente antes que a todos sus animales; su corral era especial y privado, aunque robara un poco de espacio a la bodega de granos. Cuando envejeció, mi bisabuela no permitió que se vendiera al matancero, honró al preciado bovino con una muerte natural y tranquila, así como había vivido y servido.
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