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“Yo creo que esos magos ya no vinieron, mejor vámonos María”. Foto: BAER |
En el fondo, quizá sea el deseo arraigado de que se nos deje vivir en paz, después de que hemos cargado con lastres históricos llenos de vejaciones y saqueos perpetuados por agentes extraños que se transformaron en instituciones impositivas que intentan aprovecharse eternamente de nosotros. O de personajes de casa que, apoyándose en revanchismos ciegos, arrasan contra todos sin importarles las condiciones en las que dejan a las personas a las que, se supone, deberían servir. La ambición no reconoce nacionalidades y ciega la noción de mortalidad hasta el punto de considerar la eternidad como un derecho personal, aunque al final se imponga la naturaleza.
En la tradición judeo-cristiana es preferible aspirar a la ficticia posibilidad de un paraíso, soportando la desigualdad artificial impuesta por el abuso, a veces por goteo, otras a raudales. Eso sí, nos aferramos a buscar culpables en el pasado posiblemente porque los muertos ya no tienen cómo defenderse, argumentando que el presente es tan agobiante que no nos deja tiempo para atender lo que la civilidad exige; la emisión del voto con la esperanza de encontrar un mesías, es apenas un pequeño paso para ejercer la ciudadanía, la que implica incluso la vigilancia de lo que hacen los empleados que estamos escogiendo en las urnas.
No somos los que a caballo vamos a ofrecer oro, incienso y mirra a un infante que en un trienio o en un sexenio va a resolver mágicamente los problemas del país, mucho menos ese infante va a estar al pendiente de nuestras necesidades particulares porque para particularidades, las suyas son primero, como buen humano en pañales. Y serán eternos bebés que impongan su capricho a sociedades que no han entendido lo de la soberanía ni la autodeterminación y ni hablar de derechos y obligaciones. Ahora se alejan los sonidos de los cascos, suenan más ligeros, pero no porque se hayan librado de su carga. Ya vendrá otro año. Salud.
Beto
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