lunes, 1 de febrero de 2021

Tristes fiestas

La tradición también requiere de cambios.
Foto: BAER

Si tan sólo la solemnidad no fuera tan eterna acompañante de ciertos rituales, serían éstos un gran atractivo para el desarrollo espiritual; y no es que ser solemne sea malo, sino que en la mayor parte de las veces se confunde con la tristeza y la imposición combinadas. En este aspecto de nuestra vida cotidiana se me ocurre hacer la diferenciación entre rezar y orar, términos que para éste que escribe, tienen entre sí una sutil diferencia en lo referente a su intención. Siendo honesto, no es algo original de mi parte, sino que intenta ser la continuación de varias pláticas tenidas en los años que estuve en contacto con el teresianismo (si se me permite el término) allá por la década de los ochenta.

Las tales pláticas se dieron por la inconformidad resultante de las definiciones del diccionario que sí los toma como sinónimos al considerarlos como “el dirigirse a una divinidad”. El meollo del asunto está en cómo nos dirigimos a esa deidad, es decir, ¿qué sentido tiene la repetición en el rezo y la plática en la oración? Tomando en cuenta que entre ambos conceptos está el pedimento; como hilo conductor debe considerarse a la catarsis ya que el rezo presenta cierto ritmo monótono que acompaña a las palabras comparable al de los rituales de oriente donde un tono mantenido por un periodo tiene la virtud de bajar los estados de estrés y mantener la atención en un punto específico.

Por su parte, la oración implica además un acercamiento más íntimo que tiene como objetivo la introspección; para ello se debe estar consciente del compromiso que implica el estar vivo, ser útil y proteger el entorno. El razonamiento es un ingrediente importante para que las valoraciones resultantes sean lo más apegado posible a lo que necesitamos aprender tanto en momentos de tribulación como en los de felicidad. Por último, pedir también compromete, pues implica dar algo a cambio lo que ayuda a estrechar una relación que bien vista, resulta de una utilidad muy grande; pone en un mismo nivel los esfuerzos que están en juego, sin importar las concepciones de mortalidad e inmortalidad.

Desde esta perspectiva, suena contradictorio que se siga manteniendo un tono de tristeza en la ritualidad en general, pues si como dicen la mayoría de los ministros religiosos, acercarse a la divinidad es una fiesta, entonces ¿por qué ese acercamiento debe producirnos un estado casi de queja y de humillación? Sinceramente, ese panorama resulta poco atractivo para mantener fieles o agenciarse nuevos seguidores para las múltiples religiones que en el fondo, desean mantenerse con su fórmula monolítica de intermediarismo entre lo divino y lo humano. Peor aún, ese intermediarismo sigue tomando como base la restricción, sin aceptar que la relación con la divinidad es un asunto individual. Salud.

Beto

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