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“Sólo los recuerdos quedan”. Foto: BAER |
Lo tengo presente porque cada día anoto la fecha en que escribo y publico -como hoy- y la primera que anoté data del 10 de marzo de este año, es decir, me llevó poco más de cinco meses llenar con mis palabras cada página; meses en los que hemos tornado nuestros ánimos entre la incredulidad y el temor, entre los deberes y los placeres culposos. Mis muy fieles diez lectores sabrán a qué me refiero; por cierto, les debo un agradecimiento por los diarios cinco minutos que invierten en la lectura de estas líneas, habrá algunos que incluso comparten en sus muros o en el de sus conocidos, este espacio que, más que informativo, es catártico.
Pero es el tiempo el que importa en este momento, recurso que se esfuma en cada respiración pero que no es relevante nada más porque signifique finales continuos, sino porque lo acompaña, en nuestra cultura, el sentido de lo inacabado, el de la imposibilidad de dejar ir; un sentimiento retratado en un chiste que posiblemente sea anécdota, donde un vendedor de canastitas responde, al pedimento de un cliente que quiere comprar toda su mercancía, con un no, porque luego qué vende. Algo semejante pasa por mi cabeza, los renglones y las páginas se terminan, lo cual me emociona pero, ya no escribiré en ellas.
Posiblemente un carpintero o un impresor tengan la misma sensación, lo que explicaría el porqué la mayoría son tan tardados en entregar sus trabajos, porque el trabajo es lo que justifica su existencia y dándole largas es como logran sentirse vivos, además de que quizá no tengan asegurado uno nuevo. Invertir en el tiempo es sacar como ganancia los recuerdos, porque el conocimiento se reinvierte y va transformándose, no es estático y se apelmaza si no se renueva. Los recuerdos no; podrán desgastarse, aumentar o disminuir sus contenidos, pero su esencia queda, como en una hoja de papel que cumplió con su cometido. Salud.
Beto
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