Nada hay que haga una mujer, que no pueda hacer un hombre. Foto: BAER |
La mía no es una historia rosa en la que descubrí de manera temprana una vocación para el arte culinario, aunque sí comencé con cierta curiosidad por saber qué se sentía lavar los trastes; con el paso del tiempo, algunas peticiones ya no cubrían mi ánimo de averiguación, sino que se convertían en interrupciones de mis sesudos momentos de reflexión tirado en el sofá, lo que mi mamá interpretaba como la oportunidad de evitar que me volviera flojo, método por el cual también pasaron mis hermanos, porque en eso sí aplicaba la democracia. Fue molesto hasta que descubrí que, entre tallada y tallada de platos, también podía hacer uso de la imaginación y transformar aquellas eventuales tareas, momentos en los que imperaba la fantasía.
Un “muévele a la cazuela” se fue transformando en un “te encargo la olla” con instrucciones precisas del cómo irían cambiando la textura o el color de lo que se cocinaba y así saber el minuto exacto en el que debía bajarle a la flama o apagarla. La responsabilidad fue creciendo conmigo junto con el uso de las cucharas y los cuchillos porque, al despatar fresas o descabezar maíces, les siguió el picar verduras convirtiendo a la mesa en “misa de tres ministros” creando el ambiente propicio para enterarme de otros aspectos ignorados de mi propia existencia. Pero la capacitación no se completó como debería, pues el tiempo de ir a la universidad se atravesó, así que el paso a la experimentación tuvo que esperar por algún tiempo más.
Eso sí, el tiempo en otra ciudad dio el marco perfecto al “debes aprender a limpiar y a cocinar, para que no dependas de una mujer” que mi abuela me soltó una mañana en que me ofrecí a ayudarle con los sopes que estaba haciendo, por supuesto, no me movía la bondad sino el saber cómo hacía su salsa “pachona” de tomate. Ahora puedo entenderla en una dimensión distinta, la iluminación vino al estar pasando a mi cuaderno rojo algunas recetas que me gustaría convertir en mías; ella no me incitaba a vivir solo, sino a convertirme en hombre, a saber solventar cualquier traba que se presentara usando la cocina como el laboratorio para aprenderlo, pero además, a valorar lo que se puede lograr cuando se conjugan varias manos en la tarea. Salud.
Beto
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