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Quizá deba cuidar cómo me visto. Foto: BAER |
Por la vestimenta podemos identificar a gente de distintas edades, aunque ya no tanto de distintos estratos sociales; el largo del cabello solía ser distintivo del género; el automóvil, así como la residencia, del tipo de empleo y todo lo que no hiciera juego con esos escenarios, era indicativo de la no pertenencia a ellos. Debido a algunos cambios, ya no es tan fácil hacer distinciones salvo por las costumbres, algo que es difícil de cambiar o erradicar puesto que las costumbres nos ahorran tiempo de discernimiento, entonces, si nos encontramos con algo que se repite durante cierto tiempo, la reacción a cada evento además de ser la misma, será en automático porque las cosas no tienen porqué cambiar en el corto plazo y sin previo aviso, así nos hemos manejado desde que somos humanos.
El ver migrantes debajo del puente Siglo Veintiuno se ha vuelto casi una postal de la ciudad, una muy deprimente por cierto, en la que se observan las miserias humanas producto de prácticas económicas, políticas y sociales alejadas de los discursos institucionales, pues ni la seguridad, ni la igualdad ni siquiera la caridad se hacen presentes en cada uno de los países de donde son originarios. Estoy seguro que hay gente en todos los puntos de la República en donde hacen parada, incluido éste, que les brinda ayuda en especie o en efectivo y, aunque la voluntad siempre está presente, no hay bolsillo que resista tan tremendo peregrinar. El alivio que proporcionan, efímero y todo, viene precedido de una gran nobleza, pues la situación en nuestras casas no es del todo halagüeña.
El pasado Viernes treinta de diciembre, después de haber disfrutado de un opíparo desayuno con mis progenitores y una vez que mi padre tivo a bien dejarme en el citado lugar de reunión de migrantes, me pareció curioso que justo a esa hora no hubiera ninguna alma; el casi abandono sólo era interrumpido por la constante circulación de los vehículos, por lo que, con extremo cuidado me dispuse a cruzar la avenida de la acera de la Coca Cola hacia la de enfrente, la de la gasolinera sin terminar. Antes de lograrlo tuve que detenerme detrás de una de las jardineras para permitir que los carros siguieran circulando, cuál sería mi sorpresa que de uno de ellos salió una mano sosteniendo una botella de agua; la rechacé lo más educadamente que pude, pero si he tenido sed, sí la acepto. ¿Cómo me habrá visto? Salud.
Beto
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